Travesía por los Himalayas


Desde las Annapurnas, Diosas de las Cosechas, hasta Sagarmatha, la Frente del Cielo.-

lunes, 13 de mayo de 2013

De Thannang o Dragnag a Dzhongla cruzando el collado de Cho La

















Se hizo el día más esperado. El cruce del collado de Cho La. La caminata que enfurece mis ansiedades. Me levanté descompuesta. Sería por lo mismo? Sería porque tuve mucha sed durante la noche y me levanté a tomar agua y la tomé como venía, de un baldecito. Siempre confiando en mi fortaleza, en el aguante de mis tripas. Algo no me fue bien, y quizás era la ansiedad. A pesar de haber vomitado, de no haber comido nada más, de no tener nada en el estómago, de no haber tomado vitaminas, me sentía con fuerzas para cargar la mochila y encarar la subida, el paso de Cho La. Yo, mi propio peso, mi mochila, sin porteadores ni guías. A poco de haber salido me di cuenta que mi debilidad me superaba. Estábamos ya  a casi 5000 metros de altura y no lograba avanzar diez pasos sin detenerme a respirar. Tenía que parar, muchas veces. No hacía ni una hora de haber salido, todavía se veían atrás los techos de Thannang o Dragnag y no avanzaba a mi ritmo normal. El oxígeno no me pasaba. No podía respirar. Sentía que las piernas se me aflojaban, que no me sostenían; cada paso me costaba, y me enfurecía el peso de cada pie, el peso que debería haber sido el normal, el de todos los días, el que me pertenece y este era un peso ajeno. Decidí rendirme; albergué la esperanza de que Martín que se había alentado con Pepe, el amigo de Murcia, se detuviera a esperarnos, y pasarle algo de peso de mi mochila a la suya, pero él iba muy rápido porque iba con el porteador que había contratado Stella. Martín llegó a Cho La en tres horas, y Pepe, el amigo de Murcia, en tres horas y media. Yo llegué en cinco horas! Y enseguida, detrás, Stella. Pero llegamos, sí, y no por eso hemos decidido que ya hemos llegado a lo más alto, al menos yo. Fue la subida más dura de esta temporada de trepping y de las que tengo memoria. Vertical. La pared vertical. Y había que ascender, a pesar de la negación de las piernas, lo más rápido posible porque se corre el riesgo de la erosión constante y de que caigan piedras. Caen pìedras, Hace unos años murió un porteador, iba escuchando música con auriculares y no escuchó el zumbido de la piedra. Suenan como un zumbido, como un pájaro que viene volando al ras del suelo, como una hélice desprendida de algún artefacto que baja rodando cerca del suelo, y zumba. Hay que avisparse rápido, y protegerse la cabeza, sin dejar de subir, de trepar. Hay que trepar, por enormes rocas, agarrándose con uñas y dientes para que ni el viento ni el peso de la mochila nos bandee para donde se le cante, para poder controlar el paso, el ascenso, la inclemencia, la reacción inesperada de una roca que está más arriba, la vibración de la tierra, o el vuelo desinteresado de un pájaro que altera el equilibrio que nos sostiene, sin quererlo, y nos desbarata la intención que vemos en el siguiente paso. Una roca floja. Alguien que se detuvo porque ya no puede seguir cargando un paso más. Y hay que seguir. Fue duro, y no cumplía con la ilusión de la nieve que habíamos vivido en Thorung La. No al principio. Hasta el mismo collado no caminamos sobre el colchón de nieve. Fue una subida pedregosa, pero me gustan las piedras, y les tengo confianza. Disfrutamos del collado. Comimos almendras, pasas, anacardos. Nos resguardamos en un rincón entre las rocas de las ráfagas que sacuden todos los collados, ese espacio de reunión de las montañas, ese momento de adoración, donde las cumbres parecen agacharse y dejar espacio al cielo y lo que venga de él, el sol, la niebla, el viento. Frente a nosotros, la inmensidad de las laderas blancas inmaculadas, sin ni una huella que manchara su lisa pulcritud. Una belleza. Un pequeño lago congelado y sobre él, amagando pero sin caer, caricias de estalagtitas de hielo.
La bajada fue tan ardua como la subida. Una bajada empinada. Primero la nieve. Y el hielo. Había que cruzar con botas de siete leguas porque había áreas de mucho hielo, y debajo del hielo se veía el agua. Teníamos que pisar con sumo placer y encanto para no romper la capa de hielo, no sabemos hasta dónde o hasta qué se esconde debajo. Había huecos pequeños, agujeros de cerraduras entre el suelo y un subsuelo misterioso por el que canturreaba agua helada. Cruzamos toda esa parte enorme y frágil durante casi una hora de caminata. Hubo sectores con más nieve, y entonces era más divertido. Y después piedra. Grandes rocas que debimos sortear una por una, traspasando una a otra, o a veces casi flotando sobre unas y otras. Un descenso voraz. 
Tardamos casi ocho horas en llegar a Dzhongla. Y pude hacerlo, a pesar de todo.

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